Crónicas en órbita

«Undergods»: nosotros los humanos

«Hablaba siempre de cómo los hombres, creyéndose libres, son solo juguete de oscuros poderes, y humildemente deben conformarse con lo que el destino les depara»

El famoso cuento Der Sandmann (El hombre de arena, 1817), de E.T.A. Hoffmann, exponente del llamado «romanticismo oscuro» —que hoy día se suele englobar en el «terror gótico»—, es una de las citas expresas de la película Undergods (2020), que la plataforma Filmin ha incorporado hace unos días a su catálogo. Feliz hallazgo de una obra singular, que hasta ahora no podía verse en España pese a su buena acogida en cines de Reino Unido, vídeo bajo demanda en Estados Unidos y varios festivales de cine de género, las críticas positivas en medios como The Observer o The Guardian, sus dos nominaciones en la penúltima edición de los British Independent Film Awards y la participación de la productora de Ridley Scott.

Cuenta su director, el madrileño Chino Moya, que tuvieron la versión definitiva de la película justo una semana antes de que empezase la pandemia y que, viendo el resultado, se preguntaba junto a su productora, Sophie Venner, quién querría ver esta historia. Hija de su tiempo a la vez que visión atemporal de la existencia como algo con lo que «conformarse», Undergods es una distopía que no parece querer llamarse de esa forma. Se trata en realidad de una narración de terror clásica, muy kafkiana, sobre el absurdo y el horror cotidiano de vivir. Más cercana, por tanto, a los Cuentos nocturnos de Hoffmann que a la actual fiebre distópica que, curiosamente, no parece haber bajado con la llegada del covid.

«Todas las cosas terribles de las que hablas ocurrieron solo en tu propia mente, y tuvieron poco que ver con el mundo real»

Rodada en su mayor parte en una Serbia desolada (país coproductor junto a Reino Unido, Bélgica, Estonia y Suecia), Undergods empieza en un escenario más posindustrial que posapocalíptico; como si un cruce entre el Mad Max de George Miller y los 12 monos de Terry Gilliam se trasladara a la Europa del Este: un desierto de cemento recorrido por dos recolectores de cadáveres, aves de carroña que ejercen también de hilo argumental para dar cohesión a los tres relatos que contiene la película. No hay nada en sus imágenes que indique que estamos en el futuro: todo nos resulta conocido y convenientemente familiar —como veremos unas líneas más abajo—.

Es una realidad decadente, sí, pero similar a la cara más gris y aséptica, más triste e inhumana, de la actual. De hecho, Moya ha dicho que su estética se sitúa «entre los imperios utópicos fallidos del siglo XX y las pesadillas low cost de IKEA en el siglo XXI». Fascinado por esa cegadora idea de progreso de las utopías fascista y comunista, pero también del neoliberalismo, se ha inspirado para el fabuloso diseño de producción en la arquitectura brutalista de la vivienda social británica de posguerra, fusión de masa y materialidad, de autores como Ernő Goldfinger. Además, con la colaboración de la artista conceptual Elo Soode (que ha trabajado en series como Chernóbil o Devs y en películas como Aniquilación o la Fahrenheit 451 de Ramin Bahrani), ha logrado recrear la iconografía de los cómics de Enki Bilal, esos tonos azulados y de degradación presentes en sus mejores historias de ciencia ficción.

«Queridos amigos, ¿pretenden que mire sus tristes sombras como auténticas figuras animadas y con vida?»

We are the humans, leemos en una pintada que aparece de fondo en ese mundo desprovisto de humanidad. En las tres historias o cuentos breves que emergen en torno a ese mercado de la carne humana, hay una ansiedad y una desesperación que evocan el permanente estado de crisis en el que nos movemos desde hace ya casi 15 años. En las tres hay, también, un usurpador o aparecido y un hombre —blanco, heterosexual y de mediana edad: el hombre— que ve amenazada o cuestionada su vida y sus posesiones (esposa, trabajo, casa, hija). Aquel monstruo o fantasma que irrumpe en sus anémicas cotidianidades funciona a la manera del doppelgänger en Hoffmann, mito germánico que revitalizó en novelas como Los elixires del diablo. Los de Undergods son relatos que, conectados unos a otros como en un juego de espejos o en una imagen de Escher cuyos elementos no sabemos dónde empiezan y acaban, nos introducen en las miserias diarias de familias desestructuradas o disfuncionales a su bizarra manera. En este sentido nos recuerda al cine de otro autor español, a priori muy alejado, como es el gran Juan Cavestany, cuyas películas comparten con esta algunos momentos grotescos, insólitos, extrañados, inquietantes, cómica y trágicamente incómodos. De hecho, viendo Undergods se nos viene a la cabeza Esa sensación, otro compendio de tres historias, que Cavestany codirigió junto a Julián Génisson y Pablo Hernando. Aunque no es una de las referencias más evidentes.

Él mismo ha citado en sus entrevistas a autores como Buñuel, Cronenberg, Kubrick, Lynch, Tarkovsky y Zulawski, junto a otros menos populares como Harry Bromley Davenport (Xtro, 1982) e inesperados como Vittorio de Sica (Milagro en Milán, 1951) y su incursión en algo así como el «neorrealismo mágico». Con todos ellos comparte un matiz poético en la construcción de imágenes potentes y dispuestas a reverberar, a encontrar nuevos sentidos en la plana realidad. Sin duda el talento visual y narrativo que muestra el debut en el largometraje de Chino Moya no sale de la nada.

«Quizá creerás, lector, que no hay nada tan maravilloso y fantástico como la vida real, y que el poeta se limita a recoger un pálido brillo, como en un espejo sin pulir».

Moya, que ha desarrollado su amplia carrera audiovisual en Londres, ha sido hasta ahora un reputado realizador publicitario y de videoclips, premiado en importantes festivales de creatividad como el Cannes Lions. Ha rodado anuncios para casi todas las grandes agencias internacionales y ha llevado a la pantalla canciones de grupos como St. Vincent, Years and Years, Hurts, Will Young o Ladytron, con un sofisticado estilo cuyo impacto va más allá de lo estético. En esos trabajos ya se dejaba ver su tendencia a la ciencia ficción, el surrealismo, las construcciones monolíticas y monocromas, y la representación de la alienación contemporánea, aunque también su vertiente más pop. Así, sus referentes componen una amalgama que establece una continuidad entre el arte de Tiziano y de Mondrian, de Walter Gropius y de Fritz Lang e incluso de los relatos de EC Comics que Stephen King y George A. Romero homenajearon en Creepshow; otra antología pesadillesca que Moya cita como influencia para Undergods.

Como en sus videoclips, su primera película (aunque ya había dirigido algunos cortometrajes) se acompaña de una música maravillosa: una banda sonora retrofuturista de Wojciech Golczewski, con mucho sintetizador, techno industrial, electro, krautrock, italo-disco y una espeluznante y delirante versión karaoke de My Way, entre otras canciones. El otro gran acierto de Undergods es su estupendo reparto, lleno de rostros familiares como los del húngaro Géza Röhrig (El hijo de Saúl), los británicos Tanya Reynolds (Sex Education) y Burn Gorman (La cumbre escarlata), el belga Jan Bijvoet (Borgman), la escocesa Kate Dickie (La bruja), el irlandés Ned Dennehy (Mandy) y la estonia Katariina Unt (November).

Elementos que hacen de esta película un ejemplar único de ese cine que se atreve a preguntarse adónde hemos llegado quienes nos decimos humanos.

 


Todas las citas son de El hombre de arena, de E.T.A. Hoffmann. Las imágenes son de la película Undergods (© BFI Film Fund, Homeless Bob Production), excepto la última, perteneciente al videoclip Digital Witness (2014), de St. Vincent.

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